Dolerse: esa hibridez que me atormenta

Como se me acaban las vacaciones y he vuelto a California…

Leo con interés, en una entrevista de Jennifer Howard en el Chronicle of Higher Education, la sentencia de Michael F. Suarez, director del Rare Book School de la Universidad de Virginia, sobre la digitalización de “libros”: “When you take the text of Moby-Dick and pour it into a Kindle, you strip out the bibliographic codes and you strip out the social codes”. La digitalización, para Suarez, actúa como una especie de desnudez, una segregación de la esencia del texto y aquello que lo contiene y, de algún modo esencial, lo informa. Esta separación presenta una pérdida del surplús de conocimiento hermenéutico que supone el libro en sí, el cuerpo físico.


El cuerpo importa. El cuerpo informa. Ya en otra parte dije que veo una fuerte relación entre el cuerpo físico del libro y el contenido textual que ahí se presenta. Estoy de acuerdo con Suarez y me parece muy relevante el ejemplo que da para establecer esta relación: Moby-Dick. El cuerpo de esa gran novela del siglo XIX es un cuerpo de tapas duras, hojas amarillentas y, seguramente, alguna ilustración explicada ecfrásicamente en el texto. El cuerpo complementa el mensaje del texto, completa la obra, y nos habla de sus condiciones de distribución y recepción en la época, entre muchas otras cosas.


¿Qué ocurre entonces con la literatura nacida hoy digitalmente, con los born-digital? Suarez habla de “incunables digitales”. Muy requetebién. A cada cuerpo su texto, y es posible que el texto cambie si el cuerpo lo hace y viceversa. Todo coherente: hay textos que se escriben hoy como hace cien años y se recogen en cuerpos igualmente ancianos. Hay otros textos que nacen de lo digital, responden a formas de leer y escribir de su entorno, y son accesibles únicamente en su virtualidad, en “cuerpos” nuevos. Todo muy clarito. 


Pero -y es que siempre hay un pero- la práctica literaria de hoy no está tan clara. Existen textos que nutridos por la revolución tecnológica comparten formas de la misma y son pensados, empero, para ser distribuídos en un cuerpo de códice que se nos muestra, de algún modo, anacrónico. No parece ser posible hablar de la existencia de un sólo tipo de texto albergable en el tradicional cuerpo-códex realista al que estamos acostumbrados. La función de estos híbridos es la que aquí me interesa. 


La escritora mexicana Cristina Rivera Garza en un artículo que publicó hace unos días en la revista Milenio –aunque yo lo leo en su blog-, habla del poder del escritor en un momento como el presente cuando más que nunca importa la labor inmaterial de la producción, situando al escritor en una posición de renovada importancia dentro de la sociedad. Me llama la atención esta aseveración del poder del escritor en tanto a la connotación ética que se le asume, la responsabilidad que Cristina toma como escritora. Me llama la atención, pero no me sorprende: los textos digitales de Cristina hace tiempo que son una respuesta directa a la implicación del intelectual con la sociedad, de eso no hay duda. Existía, no obstante, una especie de dicotomía entre su producción “digital” y la creada para ser encuadernada físicamente. Un desdoblamiento entre el texto virtual y aquel recubierto de códigos materiales que serían sus novelas y cuentos, más oscuros, más herméticos, más, quizás, interesantes. Hay quien diría que más poéticos. (Y digo esto sin tocar los textos históricos de Cristina como doctora en historia que es, porque sería ya meterme con demasiadas Cristinas).

Puede ser que cada plataforma sirviese para una cosa diferente: lo digital, lo comprometido, lo real, lo urgente versus lo poético, lo personal, lo ficticio, lo material. Dentro de esa vertiente material, Cristina es parte de ese grupo de escritores cuyos juegos híbridos -¿mutantes?- llevan tiempo atormentándome. Abrazaba la forma digital y la convertía en poesía impresa. Y esto lo veíamos en sus cuentos, poemas, novelas… Y aunque paradójicos en su forma, los temas de Cristina estaban a gusto cada uno en sus cuerpos asignados, y sus lectores sabíamos a qué atenernos y cómo comprender estos “códigos” de los que Suarez nos hablaba. El surplús quedaba explicado según el contexto del texto.

Pero -y es que los peros van de dos en dos- Cristina publica Dolerse: textos desde un país herido, poco antes de sacar El mal de la Taiga que tanta y tan merecida atención está recibiendo. Dolerse, como ya nos tenía acostumbrados con su obra de ficción, recoge estética aprehendida de la web y la distribuye como libro físico. Ahora bien, este cuerpo no es un compendio de ficciones, esta obra es diferente, vuelve a transgredir fronteras y problematiza aquella dicotomía de temas y cuerpos a la que nos tenía acostumbrados. Dolerse se convierte en respuesta material: en cuerpo poético de la preocupación del intelectual como ciudadano. Cristina se vuelve más ciudadana. Más, paradójicamente, poeta.

Quizás sea una respuesta a la situación de crisis en la que estamos. A principios de mes Jordi Carrión vindicaba el gonzo en su blog hablando de la necesidad de ejemplaridad y responsabilidad, aunque hoy en día entendidas de una manera diferente que no tiene, curiosamente, que ser ejemplar ni necesariamente responsable y que por eso sea, quizás, más pertinente que muchas otras en “en estos tiempos nuestros: los de la sociedad del malestar” y defendía las variaciones que ha sufrido este género periodístico debido, precisamente, a la situación de crisis contemporánea. “Cada época ha codificado sus propios registros óptimos de la verdad. Es decir, en cada momento histórico un tipo u otro e texto, de imagen, o de producto audiovisual ha sido percibido como el vehículo idóneo para transmitir la sinceridad, lo cierto, lo real”.

Dolerse responde a un cambio semejante y nos transmite la necesidad de hacer del dolor ajeno el dolor propio. Siguiendo las ideas de Susan Sontag, de rescatar la experiencia del dolor en la sociedad sin convertirlo en elemento sensacionalista, Dolerse es capaz de reincorporar ese dolor en el corpus literario, lo convierte en libro. Salta de la web. Es testimonio crítico y “realista” y como tal se publica encarnado en códice. Y sin embargo, la voz transgresora de la poeta digital sale a flote en la forma nueva que da a los textos que conviven con esa paradoja que día tras día me atormenta, me fascina, me enamora: literatura impresa en lo material imbuída de lo inmaterialmente digital. Y ahora, más poeta, más responsable, más terriblemente ciudadana.

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