Acceso al infinito gracias al aleph de la Red

(Reposteo casi simultáneamente aquí lo que colgué aquí)

Buscando modelos para entender realidades narrativas complejas como a las que nos enfrentamos cuando experimentamos literatura electrónica en la Web, se me ocurrió—y estas ocurrencias generalmente surgen gracias a conversaciones previas con gente muy inteligente como mi querida Élika Ortega—que leyéramos en clase “El Aleph” y “El jardín de senderos que se bifurcan” de Borges para tener un referente literario conocido sobre conceptos quizás complicados como el infinito y las posibilidades de la (multi)existencia y su representación narrativa.

 

Leímos, pues, estos textos junto y contra la teoría del cibertexto de Espen Aarseth, y hoy yo, tras leer lo que mis doctorandos han posteado—y gracias a la también inteligente conversación con ellos—se me ocurre que la idea del infinito y su acceso parecen compartir muchas de las condiciones de acceso a un documento online. En la Red un documento está esencialmente almacenado en un servidor particular, es decir, existe en ese lugar de almacenamiento material. Sin embargo, las puertas de acceso a este lugar, los caminos, pueden abrirse desde multitud de emplazamientos a través de links (que funcionan, casi, casi, como un aleph a través del cual vemos el mundo).

 

Esto implica dos cosas principalmente. En primer lugar, en lo que respecta al control del autor sobre la pieza incluso después de haber sido publicada (hecha pública, literalmente): la obra de arte jamás se concibe como algo fijo, cristalizado, porque puede en general ser revisitada y cambiada si se conoce y controla su almacenaje y su código lo permite (y una se imagina que si la pieza es propia, se deberán conocer estas variables).

 

En segundo lugar, reconocer la existencia de estas mismas variables implica, necesariamente, la devolución a la obra de arte de la dimensión de lugar, de existencia en un lugar concreto. Como sugiere Aarseth, la posibilidad de hablar de ubicación de una pieza abriría la posibilidad de hablar del arte en la época de la post-reproducción mecánica (feliz Benjamin), donde la obra recupera su “aquí y ahora”, enfatizados por la imposibilidad de reproducción exacta, pues ese lugar en el que existe la pieza dentro de la Red tiene necesariamente también dimensión temporal. A través del aleph, que es en cierto modo la Web, la misma pieza es accesible desde distintos lugares y por distintos sujetos sin perder así, esencialmente, el aura de la obra.

 

¿Qué significa esto para el texto (y la literatura) electrónica? Si Roman Ingarden célebremente aclaró que la literatura y la música no tienen dimensiones temporales porque pueden experimentarse (leerse y reproducirse) en cualquier momento y con diferente tempo—separando esta experiencia necesariamente de la inscripción material de ambas (que según esto serían sólo sistemas de anotado material de una obra por otro lado inmaterial: la diferencia entre la obra en sí y su concretización), ¿qué ocurre con una pieza electrónica que se resiste a la cristalización final en una versión que es, además, temporal e irreproducible?

 

Esta paradójica naturaleza doble de la obra electrónica (su singularidad, ocupando un lugar en el tiempo y el espacio, y su resistencia a la copia—pues lo que finalmente experimentamos es sólo su reflejo y el mismo una ilusión irreproducible) implica que nos cuestionemos la relación entre múltiples esferas: el sistema de anotado, el objeto performativo, y su experiencia. Si la experiencia de un objeto cualquiera—no necesariamente digital—puede cambiar sin que se altere el objeto, el objeto debe construirse de manera independiente de cualquier experiencia particular. Y aunque no pensemos este objeto de manera idéntica a su experiencia—a la “obra”—parece innegable reconocer que esa entidad material determina el modo y las concretizaciones de su experiencia. Esto viene a ser la diferencia que hará Ingarden entre “objeto real” y “objeto estético.”

 

En el caso de un texto impreso notamos que su sistema de significación existe principalmente al nivel material (tinta y papel), pudiendo después existir en otra serie de niveles (al auditivo y las ondas sonoras que supondría la lectura del texto en voz alta, por ejemplo). La relación entre ambos parece evidente y está determinada por la parte material; el sistema de anotado dominará, si no determinará, las posibilidades de lectura o de observación hasta cierto punto—y aquí hablo de la relación experimentada, estética, no de la relación arbitraria entre significante y el significado estructuralista, que sería casi a la inversa en el caso del texto y el código digital.

 

En el caso del texto electrónico en muchos casos, la experiencia de la obra y su sistema de anotado parecería nuevamente arbitraria, ya que el código sólo puede ser experimentado en su capacidad performativa en su nivel externo, expresivo. Y aunque está claro que podemos levantar la tapa, como quien dice, y mirar directamente este sistema de anotado digital (este texto que según Philippe Bootz sería el “texte-auteur”) estos signos son ontológicamente distintos a su equivalente expresivo, estético, exterior (el “texte-à-voir” por seguir con Bootz). Esta expresividad no es la misma del “objeto estético” de Ingarden, empero, porque la capa exterior sí es la expresión directa de un código material (no estético) que, no obstante, en su “objeto material” es distinto a su performatividad electrónica. Bootz considera que el “texte-à-voir”, la parte observable de manera transitoria puede cambiar dependiendo del lector y sus arquetipos o esquemas mentales, pero yo creo que debemos separar esa manifestación externa tal y como se manifiesta en nuestras pantallas (performance) de nuestra lectura (la experiencia). La combinación de los tres niveles se acerca más a lo que yo entiendo por objeto (texto) digital.

 

¿Cómo pensar el aura de estos textos-objetos digitales entonces? ¿Está el aura en ese código almacenado en ese servidor red del que habla Aarseth o se reproduce cada vez al experimentarse desde nuestros puntos de mira? ¿No es la obra electrónica una combinación de ambos tipos de objeto (material y simbólico) más la performatividad (virtual y simbólica)? ¿Es un aura que se existe en el “aquí” del código almacenado y el “ahora” que es cada reproducción entonces? Y si hablamos de reproducciones—accesos—simultáneos a esa obra que imaginamos ya total y como la combinación de todas las esferas anteriores, ¿vemos distintas instancias del aura o vemos la misma desde todos los lugares del mundo a la vez como si de mágico aleph se tratase? La obra digital puede que devuelva el aura a la obra, pero quedaría determinar la naturaleza particular de la misma. Igual, Benjamin feliz, me imagino.

 

Textos consultados:

Aarseth, Espen. Cybertext: Perspectives on Ergodic Literature

Bootz, Phillipe, “Digital Poetry: From Cybertext to Programmed Forms”

Borges, Jorge Luis. “El Aleph”

Eskelinen, Markku. Cybertext Poetics: The Critical Landscape of New Media Literary Theory

Ingarten, Roman. The Literary Work of Art: An Investigacion on the Borderlines of Ontology, Logic, and Theory of Literature.